El transporte que tenemos y aquel que nos merecemos

El largo regreso a casa



La gente se agolpa en los laberínticos pasillos entre pilas de dulces, frituras, audífonos piratas y peligrosamente cerca de las incontables de unidades de transporte que llevan a mil destinos de cuyos descripciones sólo entienden quienes habitan en esos lugares y dicen muy poco a auqellos extraños que intentan imaginar la naturaleza exacta de sus entornos.

Entre el humo de los motores, la carne chamuscada de los tacos y las oleadas sin fin que brotan de la tierra con los convoyes del metro, filas de rostros grises tratan de regresar a casa. Los parpados caídos y las espaldas dobladas atestiguan lo largo de las jornadas de estudio, trabajo y muchas veces una mezcla amorfa de ambos. Las filas alternan momentos de inmovilidad y de rápido avance, las pequeñas combis y los enormes camiones engullen de forma hambrienta a la marea humana que parece infinita. Los asientos se ocupan con premura y al final sólo los perores lugares o las filas de a pie son ocupados por los más desesperados. Para el resto es mejor esperar uno o dos oportunidades, pues el viaje es demasiado largo para hacerlo más incómodo de lo necesario. Parece fácil decirlo, pero esperar “al siguiente” representa una media de diez minutos extras, una gota más de la vida que se escurre desde las manos pasivas hasta los pies cansados para fertilizar el estéril suelo de concreto con su trabajo y esfuerzo.

Parece increíble que una de las ciudades más grandes y complejas carezca a un extremo tan aberrante. La destrucción de los sistemas de masas, como la ruta 100, los tranvías, los trolebuses y el desconocido por dos generaciones sistema de trenes; junto con el lento languidecer del metro nos han llevado a esta situación. Los puntos más críticos son donde se conecta el territorio del DF (me rehúso a llamarle Ciudad de México pues entonces ¿qué es el resto de la masa urbana?) y el Establo de México (¡Sí! Establo, no por sus dignas clases trabajadoras, sino por los asquerosos seres que pastan del erario público en sus verdes terrenos).

El gobierno del priista del Establo ha fomentado la multiplicación de las unidades ineficientes como un medio de crear una enorme organización electoral. Este sistema criminal ha hecho que incluso se rehúsen a pagar las cuotas de funcionamiento del metro que corre hasta Ecatepec, lo cual ha hecho que se desechen otras ideas de un transporte conjunto. En cambio su arremedo de metrobus sufre continuos retrasos y carece de unidades, y el único vestigio de los antiguos trenes es una concesión privada sumamente lucrativa que calcula sus viajes para siempre ir al máximo de capacidad, lo que significa que la gente se chinga y viaja apretujada sea la hora que sea.

Mientras tanto, miles y miles de personas deben pasar por el calvario diario (¡diario!, porque en este país hay millones que no tiene día de descanso) de hacer interminables filas, viajar dos o más horas en apretujados cacharros sucios, inseguros mecánicamente y siempre expuestos al robo con violencia que plaga todos los nodos de entrada y salida del DF. La resignación y entereza de los rostros, la amabilidad de quienes soportan el suplicio y en lugar de alzarse fúricos contra los demás en busca de un milímetro más de espacio vital ayudan generosos a quienes traen bultos con las pobres mercancías con las que sobreviven o ofrecen (involuntariamente en su mayor parte) el hombro para sostener el cuerpo flojo del vecino que finalmente ha sucumbido al sueño; todas esas cosas me dicen y enseñan que este valiente pueblo no merece viajar de esta miserable manera.

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